Pater Sancte:
Qui dicit, est humili filius comoedum, indignos vos. Primo gratias ad cura tui in nobis (mejor sigo en español, S. S., no vaya a ser que las autoridades piensen que ando conspirando, porque acá, le cuento, todo acto de discrepancia es conspiración; toda disidencia, fascismo y toda protesta legítima, intento terrorista de golpe de Estado).
Su Santidad, el modelo político que actualmente vive Venezuela surgió enfrentando las fallas, carencias y olvidos de la democracia venezolana que tanto trabajo costo construir. Primero lo hizo a través de la violencia del golpismo y luego por la vía electoral. Ofreció mayor democracia y libertad; ofreció recuperar la dignidad ciudadana con avance y progreso para los olvidados y excluidos, pero terminó -como dice el refrán- siendo peor el remedio que la enfermedad.
Los venezolanos llevamos dieciocho años viviendo en el fracaso; nos hemos acostumbrado a vivir así. No es nuestro primer tiempo de decadencia; la hemos vivido antes, como usted sabe, conocedor de Latinoamérica como es; hemos tenido dictaduras más crueles, guerras civiles y la terrible guerra de Independencia, que fue cruenta y casi nos acaba. Sin embargo, nunca habíamos tenido un rumbo tan desatinado y peligroso, tan estudiadamente intolerante, tan pobre de ideas, valores y principios y, sobre todo, tan corrupto como el que padecemos los venezolanos hoy. Los indicadores que miden la felicidad ciudadana —que, según Bolívar, era el propósito de los gobiernos— están en el suelo: salud, seguridad, libertad de expresión, acceso a alimentación y servicios. En fin, Santo Padre, la calamidad se apodera progresivamente de Venezuela.
El concepto de derrota no es democrático, S.S. porque se supone que en democracia todos ganamos. Aquí llevamos dieciocho años viviendo en la derrota. Hemos aprendido a convivir con ella en todas sus formas. Para nuestro régimen, sus victorias no son parte de la coexistencia democrática; son operaciones militares en las que se humilla al vencido y que son usadas para cambiar las reglas de juego durante el juego. Aquí, desde hace dieciocho años, el que pierde lo pierde todo, incluso la condición de ciudadano y hasta de humano, para convertirse en apátrida, fascista y gusano.
Somos un pueblo de dura cerviz —como el israelita que adoró al becerro de oro frente al Sinaí— lentos en el aprender, con poca internalización de los valores democráticos en el espíritu. Aprendimos a vivir en la derrota, en la destrucción, pero hemos cambiado de opinión: hemos decidido no seguir suicidándonos —que también es un pecado el suicidio político—. Según todas las encuestas, alrededor del 80% de la población está muy cansada del sistema que padece. Pero resulta que, para nuestro gobierno, oponerse a él es terrorismo, recoger firmas es un delito, y solicitar el referéndum que la Constitución establece es imposible. Queremos ejercer nuestra “dignidad ciudadana” pero todos los caminos se cierran; marchamos “como corderos en medio de lobos”. Se dicen amantes del pueblo, pero en el fondo lo desprecian, sobre todo cuando éste cambia de opinión.
Como comprenderá, Santo Padre, una nación con tales padecimientos tiene desconfianza en el diálogo con quien ni siquiera cumple lo que establecen las leyes, que concentra todos los poderes y que se acostumbró al desafuero. Santo Padre: estamos dialogando, no para pedir nada que la Constitución no establezca. Por exigirlo, los ciudadanos son reprimidos, encarcelados en lugares horribles llamados “la tumba”, asesinados y encima cínicamente acusados de los crímenes de los que son víctimas. Y lo único que pedimos es votar.
Su Santidad: gracias por sus buenos oficios. Su paisano Borges amaba las etimologías. Diálogo viene del latín y en este —tomada a su vez del griego—, dicha palabra significa: dia “a través” y logos “palabra o razón”. A través de la razón que expresan las palabras, dos personas hablan y acuerdan cosas. Para ello es indispensable considerar “persona” al otro. Creo que ahí esta el quid del asunto: los venezolanos queremos ser personas nuevamente.