Para un admirador incondicional de su obra, la noticia de su muerte se sumó a los sinsabores diarios de estos tiempos que parecen los finales de la humanidad. Así que estas líneas no buscan repasar la vida de un cineasta, sino, desde una perspectiva personal, reconocer los cambios que sus películas y sus fotografías activaron en quien suscribe. Perdónese, entonces, el uso de la primera persona.
Ya no recuerdo el año, pero la primera vez que supe de Carlos Saura fue a través de la columna La gran ilusión, que el periodista y crítico de cine Alfonso Molina llevó por años en El Nacional. En ella se hablaba de un ciclo de cine dedicado al director español, que se abría con una película titulada La caza. Ni idea. Lo que despertó mi interés es que Molina escribía allí que Saura hacía una metáfora de la Guerra Civil Española a partir de una partida de caza de conejos.
Mi impulso inicial fue recordar que mi abuelo -en ese entonces todavía vivo-, muy de vez en cuando, les contaba a sus nietos venezolanos las penurias de su vida durante aquel enfrentamiento entre republicanos y nacionalistas. La falta de pan y de agua. El orine como sustituto del segundo. Las ganas de huir de ambos bandos. La pobreza. El atraso. La muerte.
La verdad es que los nietos poco entendíamos de aquello. Y hasta llegué a pensar que se trataba de otro de sus cuentos de barbero de El Silencio.
Fui a la Cinemateca Nacional a ver lo que se recomendaba en La gran ilusión. Mientras las imágenes en blanco y negro discurrían, los cuentos del abuelo Emilio cobraban un insospechado sentido y, paradójicamente, la guerra mostraba todo su sinsentido. Me fui caminando a casa, desde el Museo de Bellas Artes hasta La Candelaria, con una pesada carga de verdad a cuestas.
Decidí devorarme aquel ciclo de Carlos Saura. Por completo. Y así se me reveló una parte de la historia del país de mi padre, y claro, del abuelo Emilio. Descubrí a un país que seguía siendo rural aún a las puertas del tercer milenio. Eran los años noventa, calculo.
Pero Saura no nos puso la lectura fácil. Peppermint frappé, La madriguera, Ana y los lobos, Mamá cumple 100 años, La prima Angélica, Elisa, vida mía… contaban fascinantes historias que lindaban con el surrealismo. Exigían pensar en ellas, meditarlas, investigar luego de la función. Para mí, aquel reto era como ir armando un rompecabezas de millones de piezas que al revelar la imagen de conjunto, mostraba a una España -la Madre Patria para los venezolanos- muy distinta a la folclórica. Era una España, o mejor unos españoles, asediados por el militarismo desquiciado, la hipócrita moralidad religiosa y la represión sexual.
Tal visión la explayó Saura en los microcosmos de sus primeras películas. Con gente secuestrada por ese triunvirato social. Y lo mejor era saber que muchas de esas películas, realizadas en pleno franquismo, lograban sortear a los comités de censura impuestos por el caudillo. La burlaban con historias difícilmente entendibles para los funcionarios, pero que entre los españoles y los espectadores de otras latitudes denunciaban el autoritarismo, la represión y los intentos de imponer un pensamiento único.
Y cuando el franquismo pasó y llegó la democracia a España, el cineasta aragonés fue más allá en la transición: retrató en sus películas los traumas dejados por la dictadura. Ello, representado en una imagen de Cría cuervos (1976) impresa en la memoria: la de la niña Ana Torrent sosteniendo en sus manos una pata de pollo, con la mirada perdida, sin emociones visibles, pero con una pasmosa atracción por la muerte, demasiado cotidiana, demasiado presente, en la vida de una chiquilla.
Conjurados, en la epidermis, los fantasmas del poder militar, Saura posó su mirada de sublime esteta en el arte flamenco, la expresión popular más honda del alma española. Entonces, descubrimos Bodas de sangre (1981), con Antonio Gades y Cristina Hoyos: la violencia y la belleza unidos en la danza y en la literatura de Lorca. Siguieron en la misma tónica Carmen (1983) y El amor brujo (1986), de la que cuento una anécdota: la fui a ver en los multicines que quedaban en el sótano del Centro Comercial Chacaíto. La cinta se inicia con la subida de una santamaría que nos lleva al estudio donde se desarrollará la historia. Luego de los acontecimientos contados, la santamaría vuelve a bajar. La emoción de lo visto fue tal, que al encenderse las luces de la sala, me puse de pie a aplaudir… A esos niveles llegó mi conexión con la obra de Carlos Saura.
Recuerdo que estando en el Festival des Films du Monde, de Montreal, en 1997, año en el que murió Lady Di, me lo topé en un ascensor de la sede de la muestra. Era alto. Casi todo el mundo es más alto que yo. Pero sin el menor reparo y con la osadía de los jóvenes periodistas de antes, encendí el grabador y comencé a hacerle algunas preguntas sin obstaculizar su paso, que era bastante rápido. Me respondió dos. Las suficientes como para que luego, en Caracas, hiciera una nota sobre él y la película que presentó en Canadá: Pajarico.
Mucho fue el goce estético que experimenté con las películas de Saura. Pero de él siempre rescaté un aprendizaje que como coordinador de Arte y Entretenimiento siempre puse de ejemplo a los periodistas con los que trabajé en estos tiempos peligrosos para la libertad de expresión: “Vean las películas de Carlos Saura. La verdad puede ser transmitida de muchas maneras. Y de muchas más podemos burlarnos de la censura. No seamos literales. Usemos la metáfora”.
Eso fue lo que hizo Saura durante sus 91 años de vida: mostrarse como el esteta que venció la censura.
¡Adiós maestro! – (EU) @juanchi62