Desde el Viernes Negro, 18 de febrero de 1983, momento en que se instaló el control de cambios que con breves interrupciones nos ha acompañado por más de 30 años, la sociedad venezolana y sus dirigentes se han empeñado en aferrase a la fórmula de un “aterrizaje suave” para enfrentar los desequilibrios económicos producto de los excesos de esa misma sociedad. Como suele suceder cuando no se llega a la raíz del problema, los intentos de ajuste han terminado siendo fallidos, trayendo en su estela reacciones que conducen a planes económicos aún más descabellados, como el que ahora estamos sufriendo.
Es difícil precisar con exactitud cuándo comenzó esta etapa en que hemos llegado al punto en que el margen para aplicar un aterrizaje suave desapareció. Tal vez fue el día en que se masacró literalmente el conocimiento acumulado de la Industria Petrolera, despidiendo intempestivamente a 18,500 de sus trabajadores, incluida el 62% de la nómina mayor, o el día que comenzó la confiscación de las primeras 3 millones de hectárea agrícolas, destruyendo la capacidad de producción de alimentos de la Nación. O, para trasladarnos al aquí y ahora, el día que el Presidente Maduro enterró el último intento de unificación cambiaria gradual vía el mecanismo DICOM a partir de febrero de este año. Hoy ese intento nonato yace hecho trizas, ante la escalada súbita del dólar libre o paralelo que luego de posarse en una brecha cambiaria de “tan solo” 53% durante 8 meses se disparó 315% en solo 30 días.
Lo cierto es que Venezuela exhibe características de un país en posguerra, pero sin haber pasado por ella: Su principal industria generadora de divisas financieramente inviable y con producción declinante, parque industrial, agrícola y comercial al borde de la parálisis, desaparición del circulante, y una población diezmada, primero por la emigración del 8% en el que se han ido muchos de los mejores talentos, y una violencia criminal que fácilmente ha cobrado otro 4% en los últimos tres lustros.
No estamos muy lejos de lo que describía Ludwig Erhard sobre la situación alemana en 1948, en la víspera de la Reforma Monetaria: “El intento de detener la inflación en aquellos años de posguerra apelando a la limitación de precios y el control económico estaba condenado al fracaso…las transacciones habían dejado de verificarse por el comercio regular, las mercancías permanecían acumuladas, y habíamos retrocedido a las condiciones de intercambio o trueque de productos naturales propias del mundo primitivo…”
Por esa razón sorprende que ni de la oposición ni de los gremios se le esté hablando claro al país en el sentido de que el único punto de partida viable para salir de este marasmo es una Reforma Monetaria en la que entre en circulación una nueva moneda, con una tasa única de cambio y absoluta y total convertibilidad. La fórmula no es mágica, no solo Alemania, sino otros países lo han implementado con éxito. Tal vez los mejores ejemplos son Israel en los años 70 y Perú a partir de 1990. Claro que eso no se puede hacer en un vacío y tiene que necesariamente venir acompañado de varias medidas de las cuales nos atrevemos a señalar las más obvias:
En primer término el cierre de la brecha fiscal no solo por la vía de control del gasto, sino del cierre o devolución al sector privado de todas las empresas en estos momentos en manos del estado. La inversión que vendría para este objetivo sería un factor importante en el equilibrio de la balanza de pagos.
En segundo lugar, la derogación de los controles de precio para permitir que la cadena de suministros privada reabra las líneas de crédito comercial, lo cual tendría igualmente un impacto positivo en la balanza de pagos probablemente de unos $ 10,000 millones.
La lista es larga e incluye una reorganización profunda de la Industria Petrolera, pero si alguien le dice que todo lo demás se puede hacer sin el punto de partida de una Reforma Monetaria, usted sabrá que le está vendiendo la ilusión de otro inviable aterrizaje suave como aquellos que nos han traído hasta aquí.